martes, 9 de octubre de 2007

Darlene se acarició las tetas, enseñándonoslas; sus ojos luminosos relucían con la plenitud del sueño, sus labios estaban húmedos y abiertos. Entonces se giró rápidamente y agitó su espléndido trasero delante nuestro. Los adornos saltaban y flasheaban entre destellos, enloquecían, centelleaban. Los focos temblaban intermitentes en el paroxismo, danzando como astros desorbitados. La banda tocaba una música frenética, desenfrenada. Darlene vibraba como una poseída. Se quitó la braguita enjoyada. Yo miré, todos miraron. Pudimos ver los pelos de su coño a través de la braga de malla color carne. La banda la estaba sacudiendo de verdad, sus nalgas parecían el corazón vivo del mundo.
Y a mí no se me pudo poner dura.

lunes, 8 de octubre de 2007

(...) de niña donde yo era una Flor de la montaña sí cuando me ponía la rosa en el pelo como las chicas andaluzas o me pongo una roja sí y cómo me besó al pie de la muralla mora y yo pensé bueno igual da él que otro y luego le pedí con los ojos que lo volviera a pedir sí y entonces me pidió si quería yo decir sí mi flor de la montaña y primero le rodeé con los brazos sí y le atraje encima de mí para que él me pudiera sentir los pechos todos perfume sí y el corazón le corría como loco y sí dije sí quiero Sí.

Trieste-Zurich-París, 1914-1921
Lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: norte, nordeste, este, sudeste, sur, sudsudoeste; después se detuvieron y al cabo de pocos segundos giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: sudsudoeste, sur, sudeste, este...
Cuelga el tubo y enciende la colilla que le cuelga del vértice de los labios.
El sombrero tumbado hacia las cejas y un pañuelo de nudo torcido sobre el nervudo cuello, se acerca indolente, arrastrando los pies y escupiendo por el colmillo, el Jefe de Revendedores. Con los tres únicos dedos de su mano izquierda se rasca la barba que le flanquea la cicatriz de una tremenda cuchillada en la mejilla derecha. Después tasca saliva, y al tiempo de apoyar los codos sobre una mesa metálica, del mismo modo que lo haría en el mostrador de una cantina, pregunta con voz enronquecida:
- ¿Se mató Erdosain?
El secretario lo envuelve en una rápida sonrisa.
- Sí.
El otro vapulea un instante larvas de ideas y termina su rumiar con estas palabras:
- Macanudo. Mañana tiramos cincuenta mil ejemplares más...